De niños aprendemos que orar no siempre "funciona": oramos y aun así reprobamos el examen de matemáticas, oramos y aún así fuimos ignorados por la persona que nos gusta, oramos y nuestra abuela enferma nunca mejoró. Como adultos, nuestras preocupaciones aumentan, al igual que nuestras decepciones en la oración: oramos y aún así no nos contratan, oramos y nuestro cónyuge aún deambula, oramos y nosotros mismos nunca mejoramos. ¿Entonces cuál es el punto? ¿Por qué orar por cosas que queremos si no siempre las obtenemos? ¿Está Dios escuchando? ¿Le importa a Dios?

Por su puesto que lo hace. Pero no de la forma que podríamos esperar. Para corregir la noción común de Dios como un concededor invisible de deseos, Jesús nos instruye en el Sermón de la Montaña: "Cuando oréis, no amontonéis frases vacías como lo hacen los gentiles, porque piensan que serán escuchados por sus muchos palabras.?No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de que se lo pedís» (Mt 6,7-8).

Esta es una declaración profunda sobre la naturaleza de la oración. Jesús enseña que Dios nunca se entera de nuestras necesidades. Nuestra oración no le revela nada, porque él ya lo sabe todo. Por lo tanto, no debemos orar como los paganos, que piensan que sus oraciones introducen la necesidad humana en la mente divina. Más bien, nuestra oración debe reconocer el hecho de la providencia omnisciente de Dios. "Orad, pues, así", dice Jesús: "Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. "Venga el reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo?" (Mt 6,9-10).

Jesús nos enseña a orar al Padre como el omnisciente y todopoderoso creador y gobernador del universo. En otras palabras, debemos orar sabiendo que nada ocurre en la creación que escape a la atención de Dios.

No hay nacimiento ni muerte, ni ganancia ni pérdida, ni alegría ni tristeza que Dios ignore. Como dice Jesús en otro lugar: "¿No se venden dos gorriones por una moneda? Y ninguno de ellos caerá a tierra sin la voluntad de vuestro Padre." No, ninguno de ellos; todo se desarrolla dentro de la providencia de Dios. No puede ser de otra manera.

Por eso Jesús asegura a sus discípulos: "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto, no temáis; más valéis vosotros que muchos gorriones" (Mt 10,29?31). Como criaturas, no poseemos nada que Dios no pueda contar.

Esta es una verdad consoladora, pero nuestra pregunta aún permanece: ¿por qué orar? Si Dios es el gobernante todopoderoso y omnisciente del universo, si todo se desarrolla bajo su mirada atenta y si sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, entonces ¿qué bien puede hacer la oración?

Bueno, depende de lo que pensemos que debería hacer la oración. Si pensamos que la oración debería cambiar a Dios, entonces nuestra oración es realmente inútil. Preferimos gritar hasta la corteza de un árbol que cambiar la opinión de Dios sobre algo. Pero si pensamos que orar debería cambiarnos, entonces oramos como enseñó Jesús.

Hace siglos, St. Agustín explicó el misterio de la oración cristiana a una mujer noble llamada Proba. Proba, una joven viuda que huyó del saqueo de Roma (410 d. C.), le escribió a Agustín y le preguntó cómo debía orar, mientras su vida se hundía en un caos cada vez mayor.

Agustín respondió que debía orar por una vida feliz, que el santo obispo describió así: "Es realmente feliz aquel que tiene todo lo que desea tener y no desea tener nada que no deba desear".

Cuando ofrecemos a Dios todos nuestros deseos de una vida feliz, explicó Agustín, con el tiempo nuestra ofrenda se purifica. A medida que nos acercamos a Dios y nuestra voluntad se alinea con la suya, deseamos más lo que él quiere darnos y menos lo que queremos darnos nosotros mismos. Por lo tanto, orar no cambia a Dios; ¿Nos cambia?en nuestro corazón y en nuestros deseos.

"El Señor nuestro Dios requiere que pidamos, no para que con ello nuestro deseo le sea intimado, porque para Él no puede ser desconocido", explicó Agustín, "sino para que mediante la oración se ejerza en nosotros mediante súplicas que deseo por el cual podamos recibir lo que Él se prepara para otorgarnos".

En otras palabras, oramos siempre y en cada situación no para alertar a Dios de nuestras necesidades, sino para que crezcamos en nuestro deseo por las cosas buenas que Dios quiere darnos para una vida feliz, que nos lleve a la vida eterna.

El misterio de la oración cristiana, tal como la describió Agustín, se despliega incluso en situaciones de gran angustia. En momentos de problema o trauma, es posible que no sepamos orar como deberíamos, pidiéndole a Dios simplemente que elimine la causa de nuestro problema. Agustín concedió que esta oración es natural y común. Pero en esos momentos, continuó Agustín, "debemos ejercer tal sumisión a la?voluntad?del Señor nuestro?Dios, que si Él no quita esas aflicciones no nos creamos descuidados por Él, sino más bien, en paciente resistencia al mal, esperanza de ser partícipes de un bien mayor, porque así su fuerza se perfecciona en nuestra debilidad".

Cuando tenemos problemas, oramos por la eliminación de nuestros problemas, aunque reconociendo en todo momento que los problemas en sí mismos pueden proporcionarnos un camino hacia un bien mayor. Para hacer este tipo de oración podemos recurrir a un modelo fiable: "Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú" (Mt 26,39). ).

Por tanto, ninguna oración es inútil. En cualquier momento dado, nuestra oración manifiesta un corazón alineado con la voluntad de Dios o un corazón ya alineado con ella. En cualquier caso, oramos confiadamente como criaturas de un Dios providente, que quiere que nada suyo se pierda jamás (Jn 6,39).

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